Los
cables son algo a lo que no solemos prestar demasiada atención: están ahí, sabemos que son importantes y lo que ocurre cuando se deterioran o se cortan, pero tendemos a pensar en ellos como algo sencillo.
Recientemente, estamos viendo cómo la evolución de las infraestructuras de telecomunicaciones, y en concreto, la sustitución de las antiguas líneas de cobre por fibra óptica, se convierte no solo en una revolución desde el punto de vista del ancho de banda y de las posibilidades de su red, sino que además, libera ingentes cantidades de cobre, con un valor en el mercado muy elevado. Se calcula que el reciclaje del cobre que empleaban las compañías de telecomunicaciones en sus líneas puede suponer muchos miles de millones de dólares, sobre todo suponiendo que se espera un incremento de más del doble en la demanda global de cobre entre los años 2022 y 2035.
Pero más allá de los
cables que empleamos para la transmisión de nuestros datos, están los que utilizamos para transmitir la electricidad a lo largo de miles de kilómetros de tendidos de alta tensión en todos los países. En este caso, hablamos de larguísimos
cables que tradicionalmente habían tenido un núcleo de acero rodeado por fibras de aluminio, una tecnología que llevábamos utilizando desde principios del siglo pasado.