El cielo de
Tokio es de un azul inmenso, sin las huellas grises que marcan el horizonte en mi época. Me sorprendo aún al respirar el aire aquí, tan ligero, tan puro comparado con el del búnker. Camino entre los edificios, cada uno más bajo y más cálido que los de mi tiempo, con fachadas que parecen mirar hacia el sol en vez de esconderse de él. No he dejado de sentirme fuera de lugar desde que llegué, como si fuera un intruso en un mundo que, aunque familiar, me es ajeno en cada detalle.
Hace solo unos días que estoy aquí, en el
Tokio de 1996, y aún no me acostumbro a la vida en la superficie. He aprendido a caminar con los ojos bajos, descubrir la verdad que cargo en el cuerpo y en la mente. Me digo que este viaje es un escape, una misión de observación, pero no puedo ignorar la realidad: he dejado un mundo devastado, he dejado a ella.
No me atrevo a decir su nombre, ni siquiera aquí, en el mutismo de mis pensamientos. Su recuerdo me persigue, se entrelaza en cada paso que doy.
Es extraño, incluso desconcertante, que mi misión me haya traído hasta aquí, a este día y lugar precisos. A la boda de dos personas cuyos destinos, impactarán en el
futuro de una forma que pocos podrían imaginar. He pasado años estudiando estas caras en informes y registros antiguos, desentrañando los hilos de un pasado que ahora veo desplegarse frente a mí.