En el laberinto de calles que serpentea por Tokio, su pincel en mano no es menos que una extensión de su propia existencia, una varita de hechicero que conjura colores del vacío. Las paredes grises de la metrópolis son lienzos esperando la caricia de su creatividad; cada esquina, cada plaza bulliciosa y cada callejón sombrío se convierten en escenarios de su teatro visual.