Hace casi un año accedí, a pincharme un glucómetro sin ser diabético simplemente para contar a mis lectores de qué iba eso en clave de rendimiento deportivo y de conocer nuestro cuerpo, y qué ventajas podía aportar. No hubo subida salarial como para justificar que mi trabajo ya estuviese rebasando ciertas líneas rojas de mi vida personal y de mi propia sangre.
Con la esperanza de que mi fortuna cambie de cara a la próxima revisión anual, he accedido a un nuevo experimento menos invasivo pero mucho más arriesgado para mi reputación: probar el
Hypershell X, oficialmente un exoesqueleto y extraoficialmente algo que encajaría mejor en el término "faja ortopédica futurista".
Empecemos dando contexto: tengo 34 años, hago muchas horas de deporte a la semana y no tengo ninguna patología que me haga ser el público objetivo de un exoesqueleto diseñado para "aumentar la fuerza de las piernas hasta un 40%". Pero mi arrojo pudo más.
Un exoesqueleto para el mercado de consumo es, en esencia, la promesa de superar los límites físicos con la simple acción de ponernos un cinturón motorizado con acoples robóticos y pulsar un botón.
La caja del
Hypershell X llegó un martes. Al abrirla encontré un artefacto más compacto de lo que esperaba, a medio camino entre un cinturón táctico y unas órtesis futuristas. Pesa casi dos kilos y representa décadas de investigación en robótica condensadas en un dispositivo que puede usar cualquiera.